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Narrativa

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HOMBRES DIBUJADOS

Dicen que hubo un tiempo en que la ciudad era apenas una sombra. Dicen que sí, y que aunque la noche fuera clara ya no se veían chicos corriendo detrás de una pelota y mucho menos, adultos caminando junto al río.

Dicen que muy a menudo se veían otras sombras, rudas y temibles, detrás de los árboles escrutando la ciudad. Dicen que analizaban cada ruido, cada paso, cada casa, y hasta a cada mujer que parada en alguna esquina intentaba ganarse la vida.

Dicen que por entonces no había casa con sus luces encendidas ni sus persianas levantadas. Pero dicen también, que detrás de las ventanas, se dibujaban otras sombras, temerosas y mudas, que miraban desde adentro la ciudad.

Dicen que se escuchaba el silencio y podía olerse el miedo entre tanta sombra confundida. Y dicen que se caminaba rápido, con apuro por llegar a casa y meterse en el corazón del nido hasta la aparición del sol.

Dicen que solían verse fogatas bastardas en los patios o en los fondos y que del fuego de cada fogata escapaban heridas innumerables palabras. Dicen que se enredaban en el cielo y se escondían en alguna nube esperando una lluvia purificadora para salir.

Dicen que las sombras de las persianas solían empequeñecerse muchas noches, cuando oían acercarse las sirenas. Y que entonces las casas se ponían más oscuras y que la oscuridad se metía entre los pliegues de los cuerpos y las miradas se cargaban de desconfianza.

Dicen que se quedaron mudos los poetas y que las telas de los pintores permanecieron blancas, que las comidas resultaban insaboras y que los paseos junto al río se transformaban en un recuerdo.

Dicen que por suerte existía Juan, que conservaba su corazón de chico y que caminaba las calles de la ciudad, aún en sombras. Dicen que era el único que se animaba a hacerlo y que se instalaba en cualquier esquina con su banquito y su bandoneón. Con la camisa blanca y una vieja boina de paño negro.

Dicen que era él quien guardaba las palabras escapadas de las fogatas entre los fuelles del bandoneón. Y que por eso en vez de música se escuchaban alaridos en muchas noches oscuras.

Dicen que fue Juan el primero que empezó a contar, como el mejor de los juglares, lo que pasaba realmente entre tantas sombras y corridas, entre tanto ruido y voces enmudecidas. Y dicen que llegó un momento en que su voz empezó a opacarse pero que igual podía escuchársela a la distancia. Como un murmullo único y persistente. Sólo que había muchos sordos por aquel entonces.

Dicen que nunca se había dado por vencido. Ni aún en las noches más oscuras, pero sin embargo fue una noche muy clara cuando su voz dejó de escucharse. Tampoco se lo vio más. Ni a él ni a su bandoneón.

Dicen que después de muchos años su voz surgió de repente y aparecía como una brisa por todos los rincones. Eran las palabras que había mantenido celosamente ocultas entre los fuelles del bandoneón. Y dicen que sonaba vivaz, alegre, hasta que una noche, cuando el verano recién empezaba, enmudeció de tristeza y de incomprensión.

Y dicen que desde entonces, cuando apenas sale la luna, se ilumina la tumba que apareció un día en el cementerio y que las luces surgen del vientre mismo de la tierra con forma de bandoneón. Dicen que de sus fuelles escapan como burbujas las palabras, y que al final de cada historia, que nunca es la misma, se escucha como un rezo su voz suplicante, recordándoles que de nada sirve (y mucho menos después de haberlo experimentado ya) transformarse en hombres dibujados.

ALICIA CÁMPORA

Extraído del libro de cuentos DOMINÓ.

yaguarón ediciones

Noviembre 2004, San Nicolás de los Arroyos

Buenos Aires-Argentina.-

LA COSTUMBRE  DE VIVIR

            Ella pasaba cada mañana frente a mi casa. Era morena y robusta, sin embargo, un cierto aire de gracia moldeaba sus movimientos al caminar por las veredas bajo aquel cielo de abril. Con su carita redonda, sin malicia, el pelo renegrido y enredado, los pies descalzos, la ropa astrosa, el bolso en la mano para guardar lo que quisieran darle, y el hijo, pequeño y sucio, que sostenía con el brazo libre...., podía parecer igual a todas las mendigas que golpeaban a las puertas de la caridad. Pero ella era distinta.            Muchas veces, ahora que ha pasado el tiempo, suelo sorprenderme pensando en ella, y recién ahora comprendo cuál era la extraña atracción que hacía que todos se volvieran a mirarla: Adriana siempre estaba contenta. Un halo de luz parecía rodear su patética figura, porque la sonrisa bastaba para iluminarla cuando miraba al niño que pesaba, levemente, en su costado. Después de su recorrida casa por casa, era común verla sentada en el claroscuro de un umbral con el pequeño sobre las rodillas. Le daba trocitos de pan en la boca, le sonreía, lo mimaba, hablaba con él en un lenguaje único de besos y caricias. Ella parecía ajena a la desgracia, tal vez porque aceptaba su destino sin preguntas, o porque en su vida sólo había existido el desamparo y estaba acostumbrada a durar al margen de los otros, en un mundo donde sólo cabían la risa y el hambre de su hijo.            Aún recuerdo la mañana de otoño en que la vi por primera vez. Llamó a mi puerta y lo único que pidió fue "algo para el nene". Y yo, lo único que vi fue la carita y la seriedad casi adulta del encantador chiquito que traía en brazos. Nunca he tenido hijos..., quizás por eso aquel día dejé  de lado mis prevenciones y le abrí mi casa. Fabriqué una mamadera con una botella y un trozo de guante de látex, y miré fascinada cómo Pablito, que así se llamaba el niño, acababa en un segundo con la leche tibia, y cómo lloraba desesperado al advertir que ya no había nada en la botella. Corrí a la cocina por más. Esa mañana convertí en pañales mis sábanas viejas, y un pullover, casi nuevo, en una manta abrigada. Adriana sólo sonreía, agradeciendo. Pero no con la confianza de quien considera que al fin ha encontrado una mano amiga y un refugio, sino con la helada convicción de que ésa era una mañana algo especial que, seguramente, no se repetiría nunca.            Sin embargo, volvió muchas veces. Incluso diría que tenía la suficiente dignidad como para no venir a golpear mi puerta todos los días. Pensé que tal vez no querría deber su reconocimiento a una sola persona, porque sería como ceder un poco de libertad. Y Adriana era libre, pavorosa, solitariamente libre.            Una tarde, ya cercano el invierno, llegó con su hijo en brazos. Me horroricé cuando vi la cara de Pablito: marcas rojizas surcaban sus mejillas siempre sucias.            - Ratas...- explicó Adriana - lo muerden y yo no puedo echarlas...            Me estremecí y la hice pasar para curar al niño. Y entonces  escuché, entre alucinada e incrédula, una larga historia de horror que Adriana contó, con resignada indiferencia, mientras acariciaba la cabeza de su hijo. O de su hijo-hermano, porque harta del reiterado incesto, había escapado del lastimoso rancherío para vivir su embarazo en la calle. Sola, desamparada.  Sus dieciocho años, ingenuos y sin inocencia, manchados y pisoteados, dormían en cualquier rincón, sin soñar. Vivía de lo que le daban, porque nadie quería tomar como sirvienta a una chiquilina sucia, descalza y con un gran vientre habitado.... Y a pesar de todo, después que nació su hijo, la vida comenzó a tener otro sentido para ella. Y Adriana, sólo por eso, estaba siempre contenta....            Halló una vieja casa semidestruida, cerca del río, y allí, entre malezas, murciélagos y alimañas, fundó su hogar. Un ruinoso palacio destechado del que ella y Pablito eran los únicos dueños, y al que defendía como una tigresa cada vez que se veía amenazada.            Desde ese día pensé en ayudarla. Le ofrecí conseguirle un trabajo, en otra casa, con otras gentes que no supieran nada de su pasado, con alguien que no hubiera atisbado en su interior, como yo.  Y temiendo que interpretara mi interés como la intención de quedarme con Pablito, le ofrecí encontrar un lugar para él en la guardería del Hogar del Huérfano. Allí lo cuidarían mientras ella trabajaba. "Como hacen tantas otras madres, Adriana", le aseguré. Le hablé de sus dieciocho años, de que había posibilidades de una vida mejor, de que sí, era posible, sí, Adriana, sí, ahora que estás a tiempo todavía...            Ella escuchaba en silencio, restregando cada tanto las pantorrillas desnudas una contra otra. Miró un largo rato la punta de sus pies mugrosos, después miró hacia un costado, hacia algún punto de la calle. Noté que sus ojos se habían vuelto duros, noté que le costaba hablar.            - ¿ Y si me lo sacan...? - articuló por fin - Me lo van a sacar a él... Me lo van a quitar...y yo...            No dijo nada más. En vano le aseguré que su hijo no correría peligro, que si trabajaba nadie se lo quitaría. No me escuchó. Y se fue. Tampoco volvió a mi casa...            Desde entonces, cuando por casualidad la veía al salir de compras, me evitaba, cruzaba la calle, ni siquiera me saludaba, temerosa quizás de mis palabras. Y yo, mirándola desde lejos, sentía cómo se me estrujaba el corazón cuando presenciaba las tiernas escenas entre madre e hijo, en algún otro umbral del vecindario.            Pasó mucho tiempo. Volví a verla una tarde, arrastraba a Pablito de la mano, golpeando puerta por puerta. Y él, tan chiquito, caminando cuadras interminables con su pasito de pájaro, con sus pantalones demasiado grandes,  con sus ojos serios y su futuro desolado. Hubiera dado todo por tenerlo conmigo, por cuidarlo y protegerlo. Ella debe haber leído en mi expresión - porque suelo dejar traslucir cuanto siento - y lo tomó en sus brazos, alejándose vida abajo.            Más adelante la encontré al doblar una esquina y casi embestí su vientre nuevamente crecido. Me miró con mansedumbre, sin pesar, pero algo había cambiado en el fondo de sus ojos negros. Yo me incliné para saludar a Pablito, y él retrocedió, huraño y desconfiado. Le dije "vení cuando quieras, Adriana". "Sí". dijo ella y se fue con la nueva carga que le demoraba el paso. Regresé a mi casa intentando, vanamente, de justificar mi inmovilidad con el recuerdo de aquella mano tendida y rechazada. Pero ¿qué era en realidad lo que ella deseaba? ¿Qué clase de ayuda esperaba de mí?...            Ahora comprendo que, fatalmente, Adriana ya no esperaba nada.            La próxima vez que la vi cruzar la vereda, llevaba a otro niño, su segundo hijo, en brazos. A su lado, la ausencia de los menudos pasos de Pablito, oscurecía la mañana. Una o dos veces la vi cumplir con el nuevo niño la ceremonia del umbral, pero ya no era lo mismo. El sol iluminaba, entre la fronda crecida de los plátanos del verano, la cabecita oscura que se volvía a recibir los trocitos de pan, en tanto, Adriana tenía perdida la mirada en algún punto lejano, y erraba el camino a la boquita abierta.            Jamás me atreví a preguntarle qué había sido de Pablito. Tenía terror a escuchar la respuesta... Sólo sé que Adriana se había convertido en una pordiosera más, porque ya no estaba siempre contenta.            Pasó más de un año. La vida, siempre acuciante, suele dejar de lado males menores - los que no son nuestros - , y olvidamos así que formamos parte del dolor del mundo, porque nuestra razón pone barreras que nos aseguren la necesaria cordura para seguir andando...            Hace muy poco volví a verla. Su sonrisa ausente pintaba un rostro desconocido,  y era  descreída, y desafiante, la expresión del abismo de sus ojos. Ya no tenía aquel pelo suyo, negro, enmarañado, ni su carita de niña inconsciente. En su cabeza  peinaba rulos amarillentos una permanente barata y calzaba sus pies toscos con sandalias. Vestía una pollera corta y una blusa. Estaba sola. De pie, en una esquina, esperaba el eslabón final de esa fatal costumbre de vivir. Nos miramos sólo un instante, sin preguntas, sin gestos. Y comprendí, de pronto, desde qué rincón del alma le llegaba el frío a la mirada.            Me alejé, con la vergüenza de todos sobre la espalda.

                                                                    CARMEN LANDABURU

                                                                     San Nicolás - Argentina

                                                

Calle Nueva

      Llegó con paso lento, como lo hacía de costumbre. Decía, con convicción, que caminar despacio con la valijita de chapa gris, bien limpia aunque estuviera rayada, era también una especie de publicidad. Afirmaba que la gente lo veía y le tomaba el teléfono que exhibía en una calcomanía que llevaba pegada a los costados de la valijita: si paso rápido, me pierdo una enorme cantidad de clientes, y los tiempos no están para desperdiciar changas. Golpeó la puerta de esa casa señorial y, mientras esperaba que alguien abriera contemplaba la calle, el empedrado, el paredón y los añosos árboles que ofrecían una generosa sombra.     Abrió Matilde Ribolza Núñez. Ella misma lo había llamado, porque se lo había recomendado en un té de otoño una amiga con la que, en otros tiempos, había recorrido el mundo. Lo miró de pies a cabeza, se acomodó los anteojos de carey y lo invitó a pasar. Matilde le pidió que la siguiera hasta la cocina.     Cruzaron la sala de estar, un ámbito oscuro de cuyo techo colgaba una araña del siglo diecinueve que tenía dos lámparas de bajo consumo solamente y apagadas. Algo de luz entraba por el ventanal. Él casi se lleva por delante el antiguo piano que descansaba a un costado tapado por una enorme tela de raso de color cobrizo. Cuando llegaron a la cocina, Matilde le explicó cuál era el problema: la canilla goteaba demasiado y no la dejaba dormir de noche. Él le comentó que había que cambiar el vástago completo y que eso le podía salir unos setenta pesos. Matilde le dijo que no había inconveniente, si el trabajo estaba bien hecho. Él le aclaró que tenía que llegarse hasta un negocio de repuestos para sanitarios que había en la calle Mendoza, y que para eso tenía que cortar el agua, sacar el vástago y llevarlo para que le vendieran la medida exacta. No importa, dijo ella, total estoy viendo la novela de la tarde, vaya tranquilo.    Él salió. Antes de tomar hacia Mendoza contempló una vez más la cuadra, el empedrado, el paredón, los árboles. Recordó que, cuando era pibe, su padre pasaba en bicicleta por allí y le llevaba las pelotas de tenis que caían sorpresivamente desde atrás del paredón. Un día lo trajo en la bicicleta, un domingo, y a él le pareció mágico que las pelotas pasaran como si nada, porque no veía a los jugadores. Movió la cabeza para ahuyentar el recuerdo y caminó en busca del vástago.    En media hora estuvo de vuelta. Mientras esperaba que Matilde le abriera, su vista recorrió el empedrado, el paredón, los árboles. Matilde le abrió y le pidió que se apurara, porque se perdía el capítulo de la novela. No sabe lo linda que está, dijo con entusiasmo. Muy pronto estuvieron los dos en la cocina, ella sin sacar la vista de la pantalla y él en la faena de cambiar el vástago con su manera tan meticulosa de reparar.     ¡Claro, ahora la maltratás, pero en “Las siete rosas” bien que te gustaba porque ella era rica y vos un triste jugador! exclamó repentinamente Matilde. Él la miró sin comprender. Matilde notó esa mirada y le aclaró que se refería al actor, que ya había trabajado junto a la actriz con la que jugaba la escena en ese momento. ¡Ahora te quiero ver! ¿Qué le decís al padre? ¡A ver si sos tan guapo, ahora! Se envalentonó Matilde. Él giró la llave caño y reclinó el cuerpo para espiar la pantalla del televisor. Matilde notó esa curiosidad y le aclaró que el padre de la chica había sido el protagonista de “Pendenciero”, una telenovela nocturna que tuvo al país en vilo hacía ya casi treinta años.  Cuando él terminó su trabajo se dio cuenta de que también terminaba la telenovela. Matilde apagó el televisor y le ofreció un café. Él aceptó. Se había levantado demasiado temprano y aún tenía que hacer un par de domicilios más. Mientras él saboreaba el café, Matilde fue a buscar el dinero para  pagarle. Al volver a la cocina le dijo: usted no va a creer, pero estas cosas que muestran en las novelas pasan. Y le confió: yo conocí un caso, la sobrina de la hermana de la nieta de mi bisabuela, porque eran tres nietas, se enredó con un hombre que parecía tan caballero, y sin embargo, supimos por la hija de la hermana de la madre de esa sobrina que le digo, que el hombre, el que parecía caballero, le pegaba cuando volvía borracho del hipódromo. Él se limpió la boca con la servilleta de papel que Matilde le puso en la mesa, entrecerró los ojos como haciendo un cálculo y acotó: usted me habla de una prima hermana suya. ¿La conoce? preguntó espantada Matilde. No, señora, la escuché atentamente y todo es cuestión de recorrido genealógico. Se levantó de la silla y le dijo que la canilla no iba a gotear por mucho tiempo. Matilde le pagó y le pidió que la acompañe hasta la puerta.     Él contempló el entorno y le dijo: usted sabe, creí que ya era una calle nueva ésta, que estaba pavimentada con macadam; yo pasaba por aquí con mi viejo cuando era chico. No me diga, sonrió Matilde, nosotros vivimos aquí de toda la vida, esta casa era de papá. Él le tendió la mano. Matilde le dijo: si tengo otro problema lo llamo. Y lo vio alejarse con la valijita gris, y vio que, de tanto en tanto, se daba vuelta para ver el empedrado y el paredón y los árboles que, ya a esa altura de la tarde, cubrían con su sombra la mayor parte de la cuadra.

Raúl Astorga

Este cuento, “Calle nueva”, integra su próximo C.D. multimedia (Textos, fotos, videos, audio) “Diez cuentos acerca de mi ciudad” Febrero 2008 

  

   LUZ (Verano)

Oro y amarillo,luz.                                                                       

La tarde se hizo centella, globos estallando, reverberar de los colores.

Todo se había transformado en luz radiante, intensa.

Azules, ¡hermosos azules! Azules cielos, mar, nube, agua marina, azul, alegría, azul vida. Y oro, todo dorado, resplandeciente, refulgente. Y plata, plata de espadas, de teteras luminosas durmiendo en mansiones señoriales. Y verdes, verde selva, verde esmeralda. Y luz, luz.

Desperté a la vida, a la alegría, a los problemas, a los proyectos. ¡Qué sensación, qué deseos de aspirar profundamente el aire, la vida y absorberla, incorporarla a mí!

Como si un poderoso pincel sin mano que lo guiara hubiera pasado por sobre calles y edificios, cielos y aceras, puertas y caras para colorearlos, la luz corría alocada. A su paso, en esa tarde lluviosa, pintó cada cosa, dio brillo a los grises, a los ocres, a los marrones y transformó todo en oro y azul límpido.

Era la manifestación en colores, de la felicidad, era la manifestación en aromas, de la felicidad.

Siempre aún, en mis grises y negros, valoré lo aparentemente mínimo o trivial. Siempre saboreé la vida con fruición, en una charla, en una mano sobre mi hombro o en un hombro bajo mi mano, para brindar apoyo, pero esta vez fue diferente.

Creí que los síntomas de un malestar marcaban el final de una etapa de mi vida: la de vivir sin limitaciones. El fallo absolutorio del médico me dijo que ese día y los siguientes serían iguales a los anteriores.

Mi vida aparentemente tonta, casi infeliz continuaba y allí, todo fue oro y azul y luces en el firmamento y un gracias a Dios, al Dios de todos, sin nombre, sin religiones ni dogmas ni ritos que lo cerquen o lo anulen.

MARÍA ROSA BERDOU DE BELLO

Rosario - Argentina

 

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