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NARRATIVA - 8 de marzo DÍA DE LA MUJER

NARRATIVA     -     8 de marzo   DÍA DE LA MUJER

 

 

   

INDIANA

Indiana permanece …

Temblaba su adolescencia en el latido de su pecho, mientras su mirada agreste reconocía los frutos que apretaría sobre su rostro en un intento de mejorar su piel.

Nada hubiera embellecido más a Indiana que las naturales secuencias de su vida.

Cuando nos hundíamos en la densidad de la noche una suelta de pasiones humedecía la tierra.

Indiana tierra. Y luz en las sombras.

Yo quería demostrarle superioridad y le hablaba de cosas desconocidas por mí: del hossu, por ejemplo; ella decía -¿qué …? -Yo le respondía, agrandado: -un instrumento para espantar mosquitos, que usaban los monjes zen- Ella, con naturalidad, golpeteaba su brazo dejando la huella de un mosquito muerto.

En mi fantasía, ese insecto había muerto por amor, borracho de sangre ardiente que suplicaba pasión.

La selva no me asusta, me dijo una vez.

¿Y los hombres?, pregunté modulando mi voz de flauta.

Ustedes no, fue su respuesta suelta de cuerpo. Luego de unos instantes, aclaró: -pero ellas sí.

-¿Quiénes?

-Las de uñas rojas y sandalias trenzadas.

Y su mirada atravesaba misterios.

-Hablame de ellos -dijo un día.

-¿Quiénes?

-No sé, los monjes.

Ahí apareció mi gran imaginación que mezclaba el recuerdo de algún hayku, escuchado alguna vez, con el aroma del té rojo, que nunca bebí.

Entonces Indiana me sorprendió diciendo: “En otra vida fui geisha, mis perfumados kimonos dejaban asomar mis pies danzantes; Yashiro se enamoró de mí pero mi cultura impedía que yo mostrara toda mi pasión.

Éramos felices hasta que llegaron ellas, “las otras”.

Sus uñas rojas y sus sandalias trenzadas dejaban marcas en Yashiro. Esas escenas me provocaban temor y decidí hablar con la mujer de la luna nueva; ella me habló de “las otras” y sentenció que destruirían a mi amado. Yo debía irme en silencio, me dijo. Y me fui. Anduve siglos pero aún les temo”.

 

Ahora sé que nunca comprendí a Indiana, yo sentía que su fresca ignorancia me apasionaba y no sé, verdaderamente, cuándo comencé esa relación con Juana y Daniela.

Juana tiene las manos tan bellas que te olvidás de mirarle la cola, sus uñas almendradas y rojas son un incendio de ceibos en flor.

Daniela baila regatón con sandalias aunque después de la fogosidad trenzada de sus sandalias, continúa el baile descalza.

Fue una locura de flaco loco, la mía.

Me casé con Indiana, aunque …

Indiana permanece, como un monolito que se quedó sin Dios.

BETTY BADAUI

Rosario - argentina

 

EL HOMBRE QUE PINTA (1)

a Miguel Ángel Cámpora

El hombre enhebraba nubes casi humanas en la penumbra de su habitación Ofuscaba su mano sobre la paleta, sobre los pinceles, sobre los pomos de acrílicos. Exaltado de angustia revolvía entre los múltiples colores. El rojo, el blanco, el negro. Un poco más de rojo, pensó radiante. No, demasiado rosado para esta nube, se dijo lavando el pincel con rabia. Y agregó blanco, y mezcló con el rojo, y el resultado poco satisfactorio fue mezclado con el resultado anterior. Demasiado claro, sintetizó tirando la paleta y el pincel a los pies del futuro cuadro. Golpeó un puño sobre la palma de la mano izquierda; al otro lo descargó sobre la mesa haciendo volcar la botella de agua y desparramar los pinceles. Y la tranquilidad del cuarto quedó deshilachada por convulsiones de impotencia.

Se agachó y fue recogiendo las cosas nerviosamente dormidas en el piso. Se recostó en la cama que desde varios días estaba destendida. Apagó la luz del caballete. Era tanta su rabia, tan fuerte su tristeza que apretó los ojos hasta convertirlos en apenas una línea.

Ruidos, extraños ruidos de agua, de pelos, de madera. Y poco a poco, una purísima esencia de luz que estrechaba el infinito sobre su tela. Era un signo aún, la noche. Esa noche que se metía por la ventana y que, paso a paso, se instalaba en la tela. Las nubes rosadas fueron manchas negras relamiendo las estrellas, a las pocas estrellas repletas de ganas, de pureza, de inacción. Con horror vio cómo se exaltaba su propia muerte.

Los ojos del hombre, rebalsando asombro, eran incapaces de alejarse de la fantasmagórica y resplandeciente figura. El leve sueño terrible se abría. El hombre empezó a retorcerse en la cama, dio vueltas furiosas, vueltas eufóricas, vueltas inútiles. Tuvo miedo de ponerse de pie, de acercarse, y muy despacio atrapar al leve sueño terrible que se abría. Sintió que muy pronto la sombra se iría sin saberlo. Tuvo la certeza que así iba a ocurrir. No obstante se puso de pie y corrió descalzo y desnudo para atrapar en el caballete a la noche invasora. Buscó los pinceles, los pomos de colores, la paleta. Y vio espantado cómo todo se abatía señalando un destino urgente. Y aunque cierta luz erraba sobre el febril hueco, misterio arrellanado, tardío, supo que no sería él quien pudiera plasmarlo. Igualmente insistió. Pero cuando acercó el pincel a la tela, vio con incalculable tristeza que la fantasmagórica figura, por momentos de la noche, por momentos de la misma muerte, se elevaba espiralada hacia la ventana y que en el cuadro sólo había una nube demasiado rosada. Y corrió hasta la ventana y quiso atrapar los flecos que todavía colgaban enganchados en la cortina y estiró la mano, tanto (tanto) que enredado en los flecos, se confundió con las imágenes de la noche, por momentos de la misma muerte.

ALICIA CÁMPORA

(del libro NADA HACÍA SUPONER, Fondo Editorial de San Nicolás, 1988)

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