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un cuento de Andrés Aldao

un cuento de Andrés Aldao

 

 

Ojos celestes

Entró a la casa y abrió la ventana que da al parque. Vio el tobogán y algunos pibes chapoteando en la arena húmeda.

Entonces surgieron los recuerdos como vorágines recortadas de la memoria. Pensó en Rubén, en su rostro suave sin pliegues, la voz tí­mida, los ojos iguales a los de Nora, celestes y profundos, como un océano calmo. A veces le parecía un bebé agigantado; el boceto frágil de un carácter de hierro asumido en la candidez del muchacho bueno. Volvió a su imagen, casi sin querer.

Es extraño –recuerda–, cuando era pequeño lo contemplaba con detenimiento y me parecí­a que Rubén guardaba la suavidad de Nora, su madre. Todo resultó distinto, ningún vaticinio se hizo realidad, presencia. Excepto la imagen apacible, la hondura y el tono celeste de sus ojos.

En la escuela primaria ─rememora─ Rubén era un chico dócil, pero ante las pullas sus reacciones eran irascibles. Luego retornaba a su diáfana quietud. Un dí­a se trompeó con alguien mucho mayor. Fue un combate increí­ble, le explicó el maestro. Estaba aprendiendo a conocerlo.

Rubén penetró en la adolescencia con paso firme, sin rupturas. Protegió a sus hermanos mientras vivía en la casa. Escribí­a con su letra redonda –recuerda– y llenaba cuadernos. A veces me leía sus poemas, abría alguna rendija de su intimidad para volverla a cerrar. Abruptamente.

Terminó la secundaria y fue retrayéndose más aún, ensimismado, serio. Hubieron noches en las que no volví­a a la casa. Hablaba poco, lo que era habitual, pero él ya no sabría nada de su vida interior, de las amistades, de planes futuros. De los sueños que –hoy tiene la duda – no sabe si eran de Rubén o fueron suyos.

Tení­a la sensación de que lo perdí­a. Una pérdida distinta, más abismal que la distancia física. Creía conocerlo. Ahora no está seguro. Sólo tiene presunciones y es un interrogante que le duele reabrir. A veces se pregunta, con crueldad, si hizo todo lo que debía. Uno no es dios, y es imposible vivir alerta. Alerta siempre.

Una tarde gris, desapacible y hosca le dijo que se iba a vivir con un amigo y la novia a un departamento recién alquilado. No quiso darle datos de la calle ni el teléfono: no quiero crearles molestias a mis amigos. Cuando haga falta voy a llamarte. Y no te preocupés, pa, que sigo estudiando en la facultad. Y sigo en mi trabajo.

La separación, su madurez, las visitas esporádicas, lo tomaron desprevenido. Los hijos son nuestros retoños, pensaba. Reciben la influencia de los padres. Pero crecen y llegan a un punto nodal: se liberan o viven en el cono de sombra de la casa paterna por el resto de sus días. Surgió entonces la nostalgia de quien envejece y siente culpas y responsabilidades. Así ovilló anécdotas, detalles, gestos, instantes en común. Para tenerlos en la memoria. Y recrearlos en futuros sueños.

-¿En qué andás, Rubén?, le preguntó ese domingo. Sos cargoso, pa, contestó. Mirá, quedate tranquilo. Y haceme un favor, no le preguntés a mis hermanos. Ellos saben lo mismo que vos y mamá. No se sulfuró. Calmo y tierno como siempre, aunque lejano.

Pero aquel dí­a, contemplándolo, llegó hasta el fondo de sus ojos celestes. No sabe si fue intuición u otra cosa, pero advirtió reflejos de dudas, decepción; tal vez angustias que no quería compartir.

Rubén, le dijo en otra ocasión, sé que andás en asuntos polí­ticos. A vos no te gustan los consejos y no pienso dártelos. Sólo quiero recordarte que hoy, con los milicos, la situación se puso muy seria. Soy incapaz de describirte lo que siento, la angustia que me aflige, el temor a que te ocurra algo. No sé cómo expresarlo. Sos mi hijo y significás mucho para mí. Tengo pesadillas terribles, Rubén.

Se quedó mirándolo. Sus ojos celestes lo consolaban sin palabras. Respetarle el silencio, pensó entonces, era valorar su dignidad. Aunque le fue muy duro y difí­cil.

Otra tarde de un otoño borrascoso, por eso quizás la recobra, Rubén apareció en la casa. Estaba delgado, desconocido, óvalos oscuros resaltaban sus ojos celestes. Me voy, pa; les escribiré cuando pueda. No me preguntes nada, por favor. Y no se preocupen. Era una despedida. Desde entonces, nunca volvió a verlo ni supo nada de él.

Las hojas del calendario no cesan su monótono destierro cotidiano. Tiempo y ausencia que se suceden inflexibles. El recuerdo de Rubén es para él como abrir un diario en cuyas páginas se hubiesen consignado las anécdotas comunes, las evidencias compartidas. Y otras que no ocurrieron. Fantasías. Levísimos estí­mulos, imaginados apenas, que fueron enhebrando ensueños de lo que no existió, idealizando así su relación con Rubén. Como una antologí­a de nostalgias, idí­lica, desesperada e irreal. Ahora recupera en la memoria, en los intrincados laberintos de los sueños, aquella presencia callada y expresiva; sus gestos, ese silencio tan lleno de sugerencias, la intriga de su vida y el desvanecimiento en la ausencia irrecuperable.

Sólo sueños y memoria. De ellos regresó cuando ese dí­a entró a la casa, y al abrir la ventana que da al parque vio el tobogán y algunos pibes chapoteando en la arena húmeda. Como cuando Rubén era pequeño y tenía los ojos celestes â–

 

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