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NARRATIVA

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LA TAPADA *

Al cabo de los años, “la tapada” anduvo por el pueblo. Hubo quien, como queriendo revivir el pasado, la recordó en sus mejores abriles, cuando llegó al poblado en un carromato con toldo de lona pintada de colorado en donde se leía: “los títeres de Gretel”.

Mujer de plaza en plaza, mirada ladina y voz aniñada, saludaba con brazos en alto cuando el impaciente auditorio la llamaba, ¡Gretel! ¡Gretel!

La marioneta protagonista aparecía contoneándose por el estrecho escenario. Corría tras dos gatos de trapo con ojos de cuenta; les pisaba la cola y los mininos maullaban chillonamente. Luego agarraba una escoba y bailaba a trastabillazos. Con un diminuto pañuelo simulaba enjugarse el sudor. Se sacaba una zapatilla y aplastaba una cucaracha de utilería. Se ajustaba las prendas íntimas. Los chicos sonreían; los muchachos gritaban; los borrachos hacían ademanes obscenos; un viejo escupía.

Aparecía, entonces, Gigoló. La tomaba en sus brazos y la arrimaba contra el muro. La pizpireta Gretel forcejeaba por deshacerse del granuja. Polichinela entraba impetuoso y valentón. Aplausos y más aplausos. Miraba con ojos de arpía y, saltando y brincando se acercaba a los vulgares pícaros. De un manotazo arrojaba a Gigoló contra el suelo y la hacía estremecer hasta caer exhausta a sus pies.

El callejón estaba oscuro; hasta allí la siguió el rubio Romera. La titiritera se resistía, pero el rubio era un hombre de agallas y no aceptaba ni regateos ni desplantes de último momento. La inconstante Gretel le escupió el rostro. Romera la sostuvo con fiereza contra su cuerpo caldeado. Con brazo de garra la aprisionó. Brilló en la oscuridad una hoja afilada. Vióse una sombra que con ligereza de rapaz desapareció bajo los arcos de la recova.

La mujer nunca logró disimular las cicatrices. Escondía las marcas tapándose con un mantón pudorosamente acomodado al pecho con un prendedor de bazar.

Sin saber adónde, un día se fue. Sus títeres y sus marcas cayeron en el olvido. Nadie la vio desde entonces hasta el domingo cuando hizo su aparición por el barrio del mercado.

-Si es “la tapada”-dijo don Goyo.

Había envejecido, pero tras veinte años de ambular por no se sabe dónde, conservaba aún sus andares de guapa. Traía una maleta y un ramo de jazmines.

Todo el pueblo comentó que la vieron dirigirse hacia el cementerio.

Alguien identificó los jazmines blancos sobre la sepultura del rubio Romera.

MIGUEL JULIO PERRET

San Nicolás-Argentina

* extraído del libro CUENTOS POBLANOS, yaguarón ediciones. Sello editorial no lucrativo pro-fomento de la cultura regional, 1994.-

 

ERA OTRA COSA

 

Cuando Cristina Valladares era la bibliotecaria los libros estaban ordenados como debían estar. Uno ingresaba en la sala de lectura y, tras presentar el carné, se sumergía en un mundo que no era el real. Y eso es lo que tiene que representar una biblioteca, un mundo que no es el real. Sé que me van a acusar de anticuado, pero no puedo negar esa sensación de indiferencia que inunda hoy las instalaciones de la otrora prestigiosa biblioteca de mi barrio. Aquí vino una tarde el escritor de la gente, don Severino Ortigoza Méndez, el autor de “Mil veces dije basta”. Dejó un ejemplar firmado que quién sabe adónde fue a parar. Yo lo retiré cientoveinticinco veces, todo un récord que los infelices del Guiness nunca tuvieron en cuenta. Me sabía de memoria cada palabra, desde la mismísima dedicatoria: a los pulcros lectores de esta pequeña, pero calurosa biblioteca, con sincera cortesía, Severino Ortigoza Méndez. Hasta las frases más verosímiles, pero de una cultura cabalgante sobre el lomo de la sabiduría, que yo utilizaba como citas cuando la oportunidad lo requería. Por ejemplo, aquella mañana del matrimonio del Jacinto Fortunato Arribeños con la chica de los Galismendi, mientras volaba libre y llovido el arroz del buen deseo, dije a voz en cuello: sea esta pareja duradera; y atrás alguien gritó: vivan los novios, y todos aplaudieron. Seguro que aplaudían la frase extraída del capítulo quinto de “Mil veces dije basta”. Porque antes se apreciaba el conocimiento, la alta cultura. Hoy no. Hoy se aplaude a cualquier tirifilo que sale en televisión diciendo que leer es de maricones y te confiesa que su mayor orgullo es haber arrojado a las aguas del río un libro sin terminar de Caludio Iván Sinnombre, otro escritor de la gente. Su propio nombre de pila llevaba al análisis, porque Caludio se llamaba así debido a la impericia, distracción o dislexia de un empleado de Registro Civil que no supo escribir Claudio. Entonces, uno ya podía identificar al ignorante cuando hacía mención de un grande como Sinnombre. Si le llamaba Claudio era porque no conocía la historia. Pero para qué me voy a hacer malasangre, si ya todo está perdido. Recorro con la vista, oculta necesariamente detrás de mis anteojos, que los retrógrados incultos llaman culo de botella, los anaqueles de la querida biblioteca y veo, con dificultad, pero veo que ya no es lo mismo.

Por eso digo que con Cristina Valladares era otra cosa. Ella sí que sabía deslumbrar al lector con el ordenamiento de los estantes. Se tomaba un trabajo minucioso para presentar los lomos de los libros. Uno se acercaba al sector de novelas y si leía los lomos uno por uno, todos, descifraba un mensaje que lo iba a acompañar toda la vida. Y para no desechar el concepto, cuando salía un libro a domicilio, Cristina Valladares reemplazaba ese volumen por una imitación de telgopor, con la inscripción correspondiente. Acercarse, ya digo nuevamente al sector de novelas, era ingresar en un fulgurante mundo de sabiduría y hechizo que atrapaba a uno para siempre. No olvidaré jamás esa mañana en que llegué y pude leer: Comienza la vida/ cuando uno deja de distraerse/ con el mundo/ banal y se acerca/ al territorio de la más profunda verdad/ en virtud del poder que ejerce/ sobre nuestro cerebro/ el llamado del conocimiento/ austero y singular/ alcanzado en la cima de un monte/ verde como nuestro corazón/ sediento de palabras/ incautadas para siempre/ en el cuaderno de nuestra puerca vida. Y separo, mi amigo, con barras para que se noten los títulos de las novelas, que en ese tiempo eran escasas, porque la biblioteca recién abría. Imagínense el esfuerzo que tuvo que realizar Cristina Valladares cuando el sector novelas alcanzó la nada despreciable cifra de dos mil volúmenes. Por eso, repito, con Cristina Valladares era otra cosa.

Yo me pregunto qué es eso de la nueva pedagogía, eso de la investigación que hace que un grupo de muchachones y muchachas se acomoden en los sillones, y ahora de plástico, para comentar un libro y escribir un informe que presentarán en la clase de Literatura de la escuela secundaria. Qué es eso de escribir, en algunos casos, más páginas que el propio libro, y llena de estupideces, cuestionando al autor, sagrado hombre de letras imborrables por el tiempo. Ah, pero que no vea yo que estén destrozando un capítulo de don Severino Ortigoza Méndez, porque me va a oír hasta el Ministro de Educación y Cultura. Qué es eso de pensar por sí mismos, dónde se vio. A bastonazos los correría yo de mi biblioteca. Por suerte el incunable ejemplar de “Mil veces dije basta” está allí, intocable, en ese rinconcito de la punta del anaquel. Que no se metan con él, por favor.

Y ahora está esta chica, Laura Cardigan, que no es como Cristina Valladares. Si hasta tiene un apellido de modelo de revista de ropas. Y me dice lo más suelta de cuerpo que ella ordena los estantes por orden alfabético de los autores. Qué osadía, qué falta de creatividad, señorita Laura Cardigan. Si supiera usted la fea impresión que provoca leer los títulos de los lomos de los libros así, todos fragmentados, sin hilvanar, siquiera, una miserable frase de fileteado de carro. Ahora se puede leer, si podemos llamarle leer: Mañana en la barcaza piensa en tu suegra/ que te corre/ por las vías sin un tren/ a la vista/ en un verano caliente/ bajo el sol del domingo. Aunque me da náuseas, separo con barras, mi amigo, para que perciba qué se escribe ahora. Antes era otra cosa.

Y mientras reafirmo en mi pensamiento que antes era otra cosa, esa estudiante que se acerca y me ofrece el sillón en que tenía su abrigo, y me dice que yo debo saber un montón, así me lo dice, con ese lenguaje adolescente que me repugna. Me pregunta si me puede leer lo que están escribiendo y qué pienso de la nueva literatura. Me siento en el sillón, pongo el bastón entre mis piernas, bajo la palma de mi mano, aspiro todo el aire de mi biblioteca, noto que están dispuestos a escucharme con atención, y les explico que antes era otra cosa.

Raúl Astorga

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