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Un cuento de Raúl Astorga

Un cuento de Raúl Astorga

 

-Tiempo para caminar-

Desde que era chico, muy chico, tuve la idea de encontrar un lugar desde el cual, caminara hacia donde caminara, pudiera ir hacia el sur. Al fin lo logré, por circunstancias obligadas, pero me encuentro andando sin parar y contemplando cómo está el mundo. Sé que ella me espera en el sur, como hemos convenido. Pero ambos sabemos que cuando llegue, ya no seré el mismo. Es el riesgo. Seguir estos caminos me ha hecho pensar que no importa el tiempo. Ayer anduve entre edificios de cristal de cuarzo, merodeando el afán de los más perturbadores arquitectos que intentan propagar su fama. Quién puede asociar ese paisaje con un tipo que sólo ingresa en un comedor a comer, por necesidad; no para cargarse las pilas como hace la mayor parte de estos seres disgregados. La gran guerra nos dejó esta ocasión de cruzarnos casi sin vernos. Sin embargo, hay esperanzas en este chofer que me lleva en su vehículo hacia las afueras de la ciudad. Me dice que caminar por aquí es peligroso y que las patrullas no defienden a quienes se empeñan en ir hacia el sur. Esta mañana, crucé velozmente los campos abrumados por la eterna sequía. Las pantallas de los medios de información afirman que jamás volverá a crecer una planta. Sin embargo, al mediodía pude ver el sol que se muestra firme, eterno y dispuesto a esperar el tiempo necesario que permita volver a creer en la humanidad. Me senté junto al río, vacío, rasgado, azul de la nada que dejó ese maldito azufre que esparcieron alguna vez. Miré alrededor, sin hallar siquiera un perdido compañero a caballo. Claro, si ya no existen esos animales, aunque me empeñe en creer en ellos. La esperanza de cruzarme con un perro que me siga, tampoco. Sin embargo, hay algo en el paisaje que lo hace poseedor de una belleza macabra. Por la tarde sigo hacia el sur, cruzando canales, monumentos en ruinas erigidos en otra época por los ausentes, y selvas amazónicas resecas y altivas por su gris apagado. Ya, a esta altura, no hay ellos; sólo nosotros como vine sospechando desde tiempo atrás. Y sigo escandalosamente hacia el sur, bordeando el Paraná que perdió todo menos su nombre. Perdió su sabor, su color marrón, sus pueblos a ambos márgenes. Mientras el sol cae, o caigo yo, según se mire, llego a destino. Aparecen las primeras estrellas, y la veo. Está sentada de espaldas a las cuatro torres que marcan nuestros puntos cardinales, sobre un montículo deprimido, contemplando con sus ojos de mirar al infinito el río que ya no existe. Me espera porque sonríe cuando me ve. Su rostro se apaga, pero permanece la silueta de su cara, de perfil, a contraluz de la incipiente luna. Le digo que es verdad: estamos solos. El primer mundo es de los androides, y todos los calendarios que pude ver marcan el 2999. Me rasco el antebrazo ante la primera picadura de mosquito que sufro desde que salimos a la superficie. De pronto, se oye un sonido que habíamos olvidado. A metros de allí, un destello violáceo nos guía hacia la infatigable alarma. Nos acercamos para ver. Es un teléfono celular, solo en la inmensidad cósmica del universo. Nos miramos apenas. Ella lo levanta y me pregunta: quién podrá ser a esta hora, y desde dónde.

Raúl Astorga

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