Bienvenido Roberto Favián Vince
TAPIALES
El chico tenía cuatro o cinco años. Su padre había decidido cambiar el alambrado que separaba el patio de la casa con los fondos vecinos, por un tapial de ladrillos.
El hombre sacó el tejido y lo envolvió, formando un rollo abultado.
Una tarde, el niño jugaba con un auto de plástico. Lo iba pasando por las distintas superficies del patio. Cuando lo pasó por el tejido de alambre envuelto, el coche se le soltó de la mano y se metió dentro del rollo. Cada día, intentaba sacarlo pero lo empujaba más y más al centro. Cuando se le hizo imposible alcanzar el juguete con la mano o con algún instrumento improvisado para ese fin, se limitó a observarlo. Se quedaba horas contemplándolo.
Con el tiempo perdió el interés.
Y saltó el tapial.
LAS HORAS
Veía caer las horas muertas de la noche, a través de la ventana de la habitación 121 del sanatorio. Desde allí1 podía observar cómo el reloj inglés de la torre de la estación de trenes casi en desuso, le daba forma al tiempo. La verdad que el tiempo es relativo, pensó, una hora puede resultar días para el que espera. Al lado de él, su esposa dormía un profundo sueño de calmantes para el dolor y de sedantes. La cirugía estaba programada para las diez de la mañana. Él ya había firmado los papeles de rigor que deslindaban responsabilidades a los médicos, por si sucedía lo que nadie esperaba que pase.
Había pedido unos días de licencia en el trabajo, para poder acompañarla durante el post operatorio. No hubo problemas por eso. Se trataba de un trabajo de ventas por comisión No vende, no cobra. Acá el sueldo se lo hace uno, no hay techo para ganar, le había dicho el gerente.
Comenzaron los primeros colores de la mañana. Era una suerte que la ventana diera al amanecer. Dios me tiró un hueso, dijo en voz baja. En verdad, nunca había creído demasiado en Dios, pero en ese momento optó por la fe. No hay mucho a qué aferrarse en lugares como esos.
Con precisión quirúrgica la llevaron exactamente a las diez a la sala de operaciones. Sería una cirugía larga y difícil. No llevaría menos de cinco horas, según lo previsto.
El cirujano salió anticipadamente. Le explicó que el tumor se extendía hasta una zona vital, lo que hacía imposible extirparlo. Algo que no había salido en los estudios. La llevarían unas horas a terapia. Después la bajarían a la sala. En breve, le darían el alta.
Volvió a la habitación. Le cambió el agua al florero y humedeció las siemprevivas. Después fue hasta la ventana. Apoyó la frente en el vidrio y clavó la vista en algún punto de la nada.
Afuera el sol caía de lleno sobre la ciudad, con la fuerza perpendicular del mediodía.
En el reloj inglés, daban las doce.
ROBERTO FABIÁN VINCE
Rosario-Argentina
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